Sintió el frío que cruzaba su espalda. Sólo tuvo tiempo para girar la cabeza y ver, por un instante, los ojos de su hermana, mientras caía en el piso también helado. No consiguió elaborar un pensamiento, por lo que su pregunta quedó impresa en su mirada fija.
En el puñal no había rastros de sangre ni las baldosas quedaron teñidas de rojo. La sangre quedó en el cuerpo para mantener la vitalidad del interior avasallado y carcomido por la ira ajena.
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