Sólo nada el nadador, porque nunca nada el suicida.
Sol o nada es su elección en el océano de seres.
O sea, no quiere ser ese que es.

viernes, 28 de septiembre de 2007

El zorro de la creación

Por fin puedo decir que he llegado a tocar fondo. Nunca me permitía reconocer que caminaba en el límite del abismo. El vértigo me impulsaba a mirar hacia otro lado, pero la oscuridad siempre tiraba hacia abajo. No podía mirar mis propios vacíos y mis propios miedos, pero quizás por eso no conocía con qué medios contaba.
De repente, me reconocí sola. Con mis propias miserias y angustias. Fue saber que mi personalidad tenebrosa estaba agazapada y nunca la había enfrentado. Era como Caperucita que camina sin conciencia acechada por su alter ego.
Ese sábado no conté con nadie. Primero porque no quise. Podía haber levantado el teléfono o abierto la boca, pero no lo hice. Esa imagen de la autodestrucción no era para compartir. Al final, la luminosidad de Virna (no mi luminosidad) se había apagado y había hecho que los pies trastabillaran y cayera íntegra en el infinito. No pude agarrarme de nada ni de nadie. Estaba sola, yo y la inexistencia. Caí y creo que pude observar cómo el color de mi cuerpo se confundía con lo que lo rodeaba. Era tan intensa esa negritud que ya no sabía dónde terminaba mi corporeidad, ni si el hoyo era más amplio o más angosto. Las dimensiones estaban perdidas y yo con ellas. Había perdido sensibilidad y sustancia; mi centro había huido en la forma de un zorro.
Lloré como lo hacen los nenes angustiados, pero no había nadie para contener mi angustia. Estaba sola, mi individualidad inmersa en la nada. La primera vez que sentía, no que todo el mundo estaba en mi contra, sino que no había mundo. Existía una nada exterior, física, perceptible y un vacío interno, psíquico, sensible. Había tomado conciencia de la soledad existencial y, de golpe, todas las muertes, todas las ausencias y todos los riesgos se materializaron en la habitación. Muchas cosas habían permanecido bajo el felpudo por cien años y ahora surgían sucias, aplastantes...
Fue necesario ese sábado para enterrar la inocencia, para ahogarla en el subsuelo y también fueron necesarios siete días (¿casualidad?) para crear una Virna nueva y al sábado siguiente, como un ave de fuego y sangre, amanecí consciente de mi mortalidad, de mi incompletitud (que se completa con la muerte).
No sé si estas crisis se van a concretar en los cambios vitales o si éstos se van a mantener en el tiempo, pero lo único cierto es que no soy la misma.
Mi zorro volvió a mi lado, pero ya no es el peluche simpático; se convirtió en un zorro con sangre en los dientes, la pelambre hirsuta y las garras prestas.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Niebla en los ojos


Un día más. Un sueño más. Un bostezo más.

¿Quién quería trabajar? Cierto, era yo. Es que el sueño seduce mis párpados y lo que ayer quería, ya no me interesa. La niebla se agolpa sobre mis pensamientos y no me deja pensar.

¿Dije que tengo sueño? No, no lo dije, pero no es necesario.

La vida es para disfrutar. Hacer un viaje en barco o en tren. Sentarte a la orilla del mar. Contemplar la ciudad desde un edificio. Sentir que uno es libre...

Pero todos estamos acostumbrados a un tipo de cárcel: la familiar, la laboral, la social... en fin, siempre nos manejamos dentro de alguna clase de prisión y nos habituamos a sus rutinas.

Ahora Lili tiene una reclusión maternal y no puede dar dos pasos sin que salte una alarma. El grito retumba en los oídos y ella se queda paralizada. Lo peor es que no puede destruirla, porque los grilletes sociales se lo impiden. No duerme. Está de malhumor. Actúa como un autómata. Y es feliz pendiente de ese pedazo de carne.

¿Y mi propio presidio? Yo misma.

lunes, 3 de septiembre de 2007

2005 La invasión de las gárgolas


Primero fueron ataques esporádicos que se transformaron en masivos. No había recaudos suficientes. Lo que una vez servía en una situación se convertía en mortal en la siguiente. Habíamos pasado a ser el penúltimo eslabón de la cadena alimenticia. Ya nadie sabe cómo empezó. Algunos hablan de una mutación genética en experimentos militares. Otros dicen que salieron de los cilindros huecos encontrados en Marte. Hay quienes exclaman que ha llegado el fin de los tiempos.
La cuestión es que empezaron a aparecer cadáveres despedazados. Los medios lanzaron la idea de que se trataba de un asesino bestial. Psicólogos y sociólogos eran entrevistados y disertaban sobre la alienación imperante en la nueva sociedad del Tercer Milenio y el retorno al estado salvaje primigenio. Cuando crímenes similares se repitieron en otros sitios del orbe, esas teorías cayeron en el descrédito. Entonces la creencia popular cobró fuerza y la historia de los sobrevivientes es siempre la misma.
Un día aparecieron en millares y la muerte sobrevoló la ciudad. Mi auto había quedado atascado entre dos camiones. La gente que había podido escapar a los ataques ya no estaba a la vista. Sabía que estaban apostados en la cornisa de algún edificio y desde allí oteaban para distinguir el menor movimiento.
Esperé, mientras el sol calcinaba mi auto. Aun con las ventanillas abiertas, el aire se sentía espeso y caliente. Mi piel estaba tirante; hasta mi transpiración se había secado. La sed había convertido mi garganta en una llamarada inflamada y mi boca junto con mi lengua eran una masa pastosa. Tenía que salir antes de que mi cuerpo no pudiera reaccionar con eficacia.
Observé y escuché. El silencio hería mis oídos. Abrí la puerta con sumo sigilo. Me saqué los zapatos para que mis pisadas no delataran mi presencia. Avancé escuchando mis frenéticos latidos. Me sentía expuesto. La puerta de la casa más cercana estaba cerrada. Golpeé. El ruido de mis nudillos sobre la madera inundaron la soledad. No obtuve la respuesta deseada, pero un chillido se iba acercando. Comencé a aporrear la puerta. Cuando el sonido se hizo inminente, corrí con todas mis fuerzas. Sentí sobre mí un viento vertical que presionaba hacia abajo.
De repente, unos metros adelante, apareció la figura de una nena en medio de la calle. Paralizada, su grito agudo llegó a mis oídos como una sirena. El resuello que me perseguía me sobrepasó. Unas garras enormes aprisionaron a su presa. Los alaridos se apagaron de golpe. Una pezuña atravesaba el cuerpo inerte.
Quedé anonadado mirando cómo se alejaba la bestia. La había visto antes en las alturas de Notre Dame. De esta forma, el mundo civilizado sucumbió bajo las garras de las gárgolas.
Se trató de combatirlas con la última generación armamentista, pero siempre había más y más. El presidente de Estados Unidos estuvo a punto de accionar el botón de la gran bomba. Pero era una decisión demasiado infantil: o sobrevivimos nosotros o no sobrevive nadie. Los países desarrollados pudieron manejar la situación enseguida. Mientras en otras partes la población era diezmada a dentelladas, ellos planificaron ciudades subterráneas y el hombre pasó de soñar en conquistar el espacio a tener que sumergirse en la tierra.
Al principio la solidaridad ante la desgracia colectiva posibilitó el acercamiento entre las personas, pero al tiempo todos volvieron a sus viejas actitudes. Las profesiones prácticas cobraron relevancia y fueron muy bien cotizadas. De esta forma, surgieron los nuevos ricos y la sociedad se replanteó su distribución siempre bajo los mismos parámetros: el dinero y la posición. Los años se comenzaron a contar desde esa fecha y se usaron las siglas b.t. y s.t. (bajo tierra y sobre tierra).
Hace trescientos años que la humanidad vive como los topos. Ya nadie sueña en subir. La superficie es un territorio hostil. Los potentes rayos del sol, cada vez más cercano, enceguecen nuestra vista acostumbrada a la luz artificial y laceran nuestra fina piel blanca. Las hiedras venenosas crecen por doquier y las gárgolas siguen planeando en la inmensidad.
Tengo 29 años y soy profesor de historia. Estoy casado desde hace quince y hasta ayer era un hombre feliz. Cuando era chico, jugaba con un tren mecánico, una antigüedad que me había regalado mi abuelo; ya no funciona; está sobre mi escritorio junto con unos libros. Me gusta coleccionar cosas viejas. Ahora me siento parte de esa colección. Fui reemplazado por un androide. Mi mujer estaba montada sobre él y gemía. No solamente me había hecho cornudo, también tuvo el coraje de gritarme mediocre.
Sus carcajadas aún resuenan en mi cabeza, mientras subo por el camino prohibido. Un nudo oprime mi garganta. Mi sangre fluye acelerada. Abro el portal custodiado por la gran esfinge. Todo es blanco. Mis ojos estallan. Comienzo a caminar a tientas. Sobre mi cuerpo se empiezan a formar ampollas y cualquier roce hace que se expanda el dolor en oleadas hasta cubrir cada fibra de humanidad. Mi mente ya no funciona ni para saber que tengo miedo. Un viento centrífugo me envuelve y cada ráfaga es un látigo que me hace retorcer. Súbitamente, me siento atravesado por una garra y vuelo.