Primero fueron ataques esporádicos que se transformaron en masivos. No había recaudos suficientes. Lo que una vez servía en una situación se convertía en mortal en la siguiente. Habíamos pasado a ser el penúltimo eslabón de la cadena alimenticia. Ya nadie sabe cómo empezó. Algunos hablan de una mutación genética en experimentos militares. Otros dicen que salieron de los cilindros huecos encontrados en Marte. Hay quienes exclaman que ha llegado el fin de los tiempos.
La cuestión es que empezaron a aparecer cadáveres despedazados. Los medios lanzaron la idea de que se trataba de un asesino bestial. Psicólogos y sociólogos eran entrevistados y disertaban sobre la alienación imperante en la nueva sociedad del Tercer Milenio y el retorno al estado salvaje primigenio. Cuando crímenes similares se repitieron en otros sitios del orbe, esas teorías cayeron en el descrédito. Entonces la creencia popular cobró fuerza y la historia de los sobrevivientes es siempre la misma.
Un día aparecieron en millares y la muerte sobrevoló la ciudad. Mi auto había quedado atascado entre dos camiones. La gente que había podido escapar a los ataques ya no estaba a la vista. Sabía que estaban apostados en la cornisa de algún edificio y desde allí oteaban para distinguir el menor movimiento.
Esperé, mientras el sol calcinaba mi auto. Aun con las ventanillas abiertas, el aire se sentía espeso y caliente. Mi piel estaba tirante; hasta mi transpiración se había secado. La sed había convertido mi garganta en una llamarada inflamada y mi boca junto con mi lengua eran una masa pastosa. Tenía que salir antes de que mi cuerpo no pudiera reaccionar con eficacia.
Observé y escuché. El silencio hería mis oídos. Abrí la puerta con sumo sigilo. Me saqué los zapatos para que mis pisadas no delataran mi presencia. Avancé escuchando mis frenéticos latidos. Me sentía expuesto. La puerta de la casa más cercana estaba cerrada. Golpeé. El ruido de mis nudillos sobre la madera inundaron la soledad. No obtuve la respuesta deseada, pero un chillido se iba acercando. Comencé a aporrear la puerta. Cuando el sonido se hizo inminente, corrí con todas mis fuerzas. Sentí sobre mí un viento vertical que presionaba hacia abajo.
De repente, unos metros adelante, apareció la figura de una nena en medio de la calle. Paralizada, su grito agudo llegó a mis oídos como una sirena. El resuello que me perseguía me sobrepasó. Unas garras enormes aprisionaron a su presa. Los alaridos se apagaron de golpe. Una pezuña atravesaba el cuerpo inerte.
Quedé anonadado mirando cómo se alejaba la bestia. La había visto antes en las alturas de Notre Dame. De esta forma, el mundo civilizado sucumbió bajo las garras de las gárgolas.
Se trató de combatirlas con la última generación armamentista, pero siempre había más y más. El presidente de Estados Unidos estuvo a punto de accionar el botón de la gran bomba. Pero era una decisión demasiado infantil: o sobrevivimos nosotros o no sobrevive nadie. Los países desarrollados pudieron manejar la situación enseguida. Mientras en otras partes la población era diezmada a dentelladas, ellos planificaron ciudades subterráneas y el hombre pasó de soñar en conquistar el espacio a tener que sumergirse en la tierra.
Al principio la solidaridad ante la desgracia colectiva posibilitó el acercamiento entre las personas, pero al tiempo todos volvieron a sus viejas actitudes. Las profesiones prácticas cobraron relevancia y fueron muy bien cotizadas. De esta forma, surgieron los nuevos ricos y la sociedad se replanteó su distribución siempre bajo los mismos parámetros: el dinero y la posición. Los años se comenzaron a contar desde esa fecha y se usaron las siglas b.t. y s.t. (bajo tierra y sobre tierra).
Hace trescientos años que la humanidad vive como los topos. Ya nadie sueña en subir. La superficie es un territorio hostil. Los potentes rayos del sol, cada vez más cercano, enceguecen nuestra vista acostumbrada a la luz artificial y laceran nuestra fina piel blanca. Las hiedras venenosas crecen por doquier y las gárgolas siguen planeando en la inmensidad.
Tengo 29 años y soy profesor de historia. Estoy casado desde hace quince y hasta ayer era un hombre feliz. Cuando era chico, jugaba con un tren mecánico, una antigüedad que me había regalado mi abuelo; ya no funciona; está sobre mi escritorio junto con unos libros. Me gusta coleccionar cosas viejas. Ahora me siento parte de esa colección. Fui reemplazado por un androide. Mi mujer estaba montada sobre él y gemía. No solamente me había hecho cornudo, también tuvo el coraje de gritarme mediocre.
Sus carcajadas aún resuenan en mi cabeza, mientras subo por el camino prohibido. Un nudo oprime mi garganta. Mi sangre fluye acelerada. Abro el portal custodiado por la gran esfinge. Todo es blanco. Mis ojos estallan. Comienzo a caminar a tientas. Sobre mi cuerpo se empiezan a formar ampollas y cualquier roce hace que se expanda el dolor en oleadas hasta cubrir cada fibra de humanidad. Mi mente ya no funciona ni para saber que tengo miedo. Un viento centrífugo me envuelve y cada ráfaga es un látigo que me hace retorcer. Súbitamente, me siento atravesado por una garra y vuelo.
La cuestión es que empezaron a aparecer cadáveres despedazados. Los medios lanzaron la idea de que se trataba de un asesino bestial. Psicólogos y sociólogos eran entrevistados y disertaban sobre la alienación imperante en la nueva sociedad del Tercer Milenio y el retorno al estado salvaje primigenio. Cuando crímenes similares se repitieron en otros sitios del orbe, esas teorías cayeron en el descrédito. Entonces la creencia popular cobró fuerza y la historia de los sobrevivientes es siempre la misma.
Un día aparecieron en millares y la muerte sobrevoló la ciudad. Mi auto había quedado atascado entre dos camiones. La gente que había podido escapar a los ataques ya no estaba a la vista. Sabía que estaban apostados en la cornisa de algún edificio y desde allí oteaban para distinguir el menor movimiento.
Esperé, mientras el sol calcinaba mi auto. Aun con las ventanillas abiertas, el aire se sentía espeso y caliente. Mi piel estaba tirante; hasta mi transpiración se había secado. La sed había convertido mi garganta en una llamarada inflamada y mi boca junto con mi lengua eran una masa pastosa. Tenía que salir antes de que mi cuerpo no pudiera reaccionar con eficacia.
Observé y escuché. El silencio hería mis oídos. Abrí la puerta con sumo sigilo. Me saqué los zapatos para que mis pisadas no delataran mi presencia. Avancé escuchando mis frenéticos latidos. Me sentía expuesto. La puerta de la casa más cercana estaba cerrada. Golpeé. El ruido de mis nudillos sobre la madera inundaron la soledad. No obtuve la respuesta deseada, pero un chillido se iba acercando. Comencé a aporrear la puerta. Cuando el sonido se hizo inminente, corrí con todas mis fuerzas. Sentí sobre mí un viento vertical que presionaba hacia abajo.
De repente, unos metros adelante, apareció la figura de una nena en medio de la calle. Paralizada, su grito agudo llegó a mis oídos como una sirena. El resuello que me perseguía me sobrepasó. Unas garras enormes aprisionaron a su presa. Los alaridos se apagaron de golpe. Una pezuña atravesaba el cuerpo inerte.
Quedé anonadado mirando cómo se alejaba la bestia. La había visto antes en las alturas de Notre Dame. De esta forma, el mundo civilizado sucumbió bajo las garras de las gárgolas.
Se trató de combatirlas con la última generación armamentista, pero siempre había más y más. El presidente de Estados Unidos estuvo a punto de accionar el botón de la gran bomba. Pero era una decisión demasiado infantil: o sobrevivimos nosotros o no sobrevive nadie. Los países desarrollados pudieron manejar la situación enseguida. Mientras en otras partes la población era diezmada a dentelladas, ellos planificaron ciudades subterráneas y el hombre pasó de soñar en conquistar el espacio a tener que sumergirse en la tierra.
Al principio la solidaridad ante la desgracia colectiva posibilitó el acercamiento entre las personas, pero al tiempo todos volvieron a sus viejas actitudes. Las profesiones prácticas cobraron relevancia y fueron muy bien cotizadas. De esta forma, surgieron los nuevos ricos y la sociedad se replanteó su distribución siempre bajo los mismos parámetros: el dinero y la posición. Los años se comenzaron a contar desde esa fecha y se usaron las siglas b.t. y s.t. (bajo tierra y sobre tierra).
Hace trescientos años que la humanidad vive como los topos. Ya nadie sueña en subir. La superficie es un territorio hostil. Los potentes rayos del sol, cada vez más cercano, enceguecen nuestra vista acostumbrada a la luz artificial y laceran nuestra fina piel blanca. Las hiedras venenosas crecen por doquier y las gárgolas siguen planeando en la inmensidad.
Tengo 29 años y soy profesor de historia. Estoy casado desde hace quince y hasta ayer era un hombre feliz. Cuando era chico, jugaba con un tren mecánico, una antigüedad que me había regalado mi abuelo; ya no funciona; está sobre mi escritorio junto con unos libros. Me gusta coleccionar cosas viejas. Ahora me siento parte de esa colección. Fui reemplazado por un androide. Mi mujer estaba montada sobre él y gemía. No solamente me había hecho cornudo, también tuvo el coraje de gritarme mediocre.
Sus carcajadas aún resuenan en mi cabeza, mientras subo por el camino prohibido. Un nudo oprime mi garganta. Mi sangre fluye acelerada. Abro el portal custodiado por la gran esfinge. Todo es blanco. Mis ojos estallan. Comienzo a caminar a tientas. Sobre mi cuerpo se empiezan a formar ampollas y cualquier roce hace que se expanda el dolor en oleadas hasta cubrir cada fibra de humanidad. Mi mente ya no funciona ni para saber que tengo miedo. Un viento centrífugo me envuelve y cada ráfaga es un látigo que me hace retorcer. Súbitamente, me siento atravesado por una garra y vuelo.