El almirante acababa de dar la orden. Ya en sus puestos comenzaron los cañonazos.
Mientras apuntaba a la fragata enemiga, podía percibir el mar cabrillear en el plano inferior de su mirada, pero tenía que concentrarse en cargar el cañón. De repente un golpe en proa lo hizo desestabilizar y de refilón llegó a ver un cuerpo que caía al agua. Entre los estruendos no conseguía oír los alaridos, aunque sabía que estaban ahí.
Todavía estaban a cierta distancia; se veían los agujeros en el casco y las formas de los tripulantes en plena corrida. Las órdenes habían sido claras: sólo dejar las chalupas en pie.
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