Por fin puedo decir que he llegado a tocar fondo. Nunca me permitía reconocer que caminaba en el límite del abismo. El vértigo me impulsaba a mirar hacia otro lado, pero la oscuridad siempre tiraba hacia abajo. No podía mirar mis propios vacíos y mis propios miedos, pero quizás por eso no conocía con qué medios contaba.
De repente, me reconocí sola. Con mis propias miserias y angustias. Fue saber que mi personalidad tenebrosa estaba agazapada y nunca la había enfrentado. Era como Caperucita que camina sin conciencia acechada por su alter ego.
Ese sábado no conté con nadie. Primero porque no quise. Podía haber levantado el teléfono o abierto la boca, pero no lo hice. Esa imagen de la autodestrucción no era para compartir. Al final, la luminosidad de Virna (no mi luminosidad) se había apagado y había hecho que los pies trastabillaran y cayera íntegra en el infinito. No pude agarrarme de nada ni de nadie. Estaba sola, yo y la inexistencia. Caí y creo que pude observar cómo el color de mi cuerpo se confundía con lo que lo rodeaba. Era tan intensa esa negritud que ya no sabía dónde terminaba mi corporeidad, ni si el hoyo era más amplio o más angosto. Las dimensiones estaban perdidas y yo con ellas. Había perdido sensibilidad y sustancia; mi centro había huido en la forma de un zorro.
Lloré como lo hacen los nenes angustiados, pero no había nadie para contener mi angustia. Estaba sola, mi individualidad inmersa en la nada. La primera vez que sentía, no que todo el mundo estaba en mi contra, sino que no había mundo. Existía una nada exterior, física, perceptible y un vacío interno, psíquico, sensible. Había tomado conciencia de la soledad existencial y, de golpe, todas las muertes, todas las ausencias y todos los riesgos se materializaron en la habitación. Muchas cosas habían permanecido bajo el felpudo por cien años y ahora surgían sucias, aplastantes...
Fue necesario ese sábado para enterrar la inocencia, para ahogarla en el subsuelo y también fueron necesarios siete días (¿casualidad?) para crear una Virna nueva y al sábado siguiente, como un ave de fuego y sangre, amanecí consciente de mi mortalidad, de mi incompletitud (que se completa con la muerte).
No sé si estas crisis se van a concretar en los cambios vitales o si éstos se van a mantener en el tiempo, pero lo único cierto es que no soy la misma.
Mi zorro volvió a mi lado, pero ya no es el peluche simpático; se convirtió en un zorro con sangre en los dientes, la pelambre hirsuta y las garras prestas.
De repente, me reconocí sola. Con mis propias miserias y angustias. Fue saber que mi personalidad tenebrosa estaba agazapada y nunca la había enfrentado. Era como Caperucita que camina sin conciencia acechada por su alter ego.
Ese sábado no conté con nadie. Primero porque no quise. Podía haber levantado el teléfono o abierto la boca, pero no lo hice. Esa imagen de la autodestrucción no era para compartir. Al final, la luminosidad de Virna (no mi luminosidad) se había apagado y había hecho que los pies trastabillaran y cayera íntegra en el infinito. No pude agarrarme de nada ni de nadie. Estaba sola, yo y la inexistencia. Caí y creo que pude observar cómo el color de mi cuerpo se confundía con lo que lo rodeaba. Era tan intensa esa negritud que ya no sabía dónde terminaba mi corporeidad, ni si el hoyo era más amplio o más angosto. Las dimensiones estaban perdidas y yo con ellas. Había perdido sensibilidad y sustancia; mi centro había huido en la forma de un zorro.
Lloré como lo hacen los nenes angustiados, pero no había nadie para contener mi angustia. Estaba sola, mi individualidad inmersa en la nada. La primera vez que sentía, no que todo el mundo estaba en mi contra, sino que no había mundo. Existía una nada exterior, física, perceptible y un vacío interno, psíquico, sensible. Había tomado conciencia de la soledad existencial y, de golpe, todas las muertes, todas las ausencias y todos los riesgos se materializaron en la habitación. Muchas cosas habían permanecido bajo el felpudo por cien años y ahora surgían sucias, aplastantes...
Fue necesario ese sábado para enterrar la inocencia, para ahogarla en el subsuelo y también fueron necesarios siete días (¿casualidad?) para crear una Virna nueva y al sábado siguiente, como un ave de fuego y sangre, amanecí consciente de mi mortalidad, de mi incompletitud (que se completa con la muerte).
No sé si estas crisis se van a concretar en los cambios vitales o si éstos se van a mantener en el tiempo, pero lo único cierto es que no soy la misma.
Mi zorro volvió a mi lado, pero ya no es el peluche simpático; se convirtió en un zorro con sangre en los dientes, la pelambre hirsuta y las garras prestas.
1 comentario:
SI, SI, SI... ME GUSTARON LOS ZORRITOS. U_U
ENTRE LAS GARGOLAS, EL VAMPIRITO Y ESTE... LAS GARGOLAS XD
Ademas el vampirito no lo terminaste.
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