La música retumba en mi cabeza y mis sentidos giran en torno a un mar de imprecisiones y de locuras fustigadas por una orden que estalla en mis oídos. Aunque cierre los ojos, no hay un centro que me permita mantener el equilibrio de los razonamientos que me invaden en ecuaciones de sensaciones imprecisas. Los algoritmos se suceden en hileras serpenteantes como cadenas de ADN que me estrangulan o presionan sobre mis órbitas para quedar impresas sobre la piel como venas que sobresalen y quieren explotar. La sangre se acumula sobre una hipófisis satura de correcciones, mientras los oídos se contorsionan al ser heridos por el chillido gutural del monstruo de tinta negra.
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