Ya llevaban un mes cabalgando desde que habían dejado la gruta; sin embargo, la postura era firme y severa sobre el caballo, cuyas patas con músculos que se marcaban en cada movimiento atronaban el suelo desértico.
El jinete de la guerra cubrió su cara con la capa roja. Sus ojos inyectados se asomaban para destilar la fuerza de su mirada. A cien metros el campesino quedó paralizado ante la presencia de esas figuras imponentes. En instantes su pelo se transformó en una masa blanca y comprendió que no tendría que haber mirado, mientras su cuerpo se iba convirtiendo en sal.
El jinete negro se detuvo al lado de la estatua blanca recién formada y golpeó la tierra con su espada envenenada. La imagen se quebró y se deshizo; su polvo flotó alrededor del caballero y se dispersó con el viento. En tanto el veneno se extendía por el terreno con un color imperceptible al ojo humano.
El jinete de la enfermedad descendió de su montura, tomó una cantimplora de sus alforjas, la abrió, bebió un sorbó y comenzó a girar sobre su propio eje, mientras su capa lo envolvía y el agua que contenía se esparcía hacia los cuatro puntos cardinales. Una vez vaciada, volvió a su posición natural.
Finalmente, el caballero blanco lanzó un grito de guerra, agitó sus riendas y se dirigió hacia la oscuridad que se avecinaba. Sus compañeros lo siguieron veloces y juntos se internaron en el mundo.
2 comentarios:
Brillante!!!!! Me encanta cómo está escrito, me hace acordar a Becquer, a Gogol, una mezcla rara y excelente...
¿habrá algún signo de esperanza o todo está marcado por la sangre derramada?
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