Esa noche lloró sangre. Luego lo arrastraron a la celda, donde le perforaron la cabeza con una corona de espinas y patada tras patada lo dejaron exhausto sobre el suelo. Una vez sentenciado por políticas de poder, los látigos abrieron surcos en su espalda y profundizaron las heridas que ya sangraban. Pusieron vigas sobre su cuerpo que tuvo que cargar por kilómetros, con sus piernas que temblaban por el esfuerzo y sus pies que se arrastraban sobre el terreno pedregoso, que iba absorbiendo la sangre que manaba de la carne abierta.
En el lugar incrustaron clavos en sus muñecas y en sus pies. Lo izaron y lo dejaron ahí arriba agonizante. Tuvo sed y su garganta fue traspasada por un líquido ácido. Una lanza le perforó el pulmón y cada vez que tomaba aire un ramalazo eléctrico corroía sus centros sensitivos.
En la hora pudo ver a la serpiente que jugaba con sus hermanos y los mataba de hambre, en guerras, con gobiernos... Ya volvería para cercenar la cabeza ponzoñosa. Cerró los ojos y el animal de conciencia bífida ya había perdido parte de su poder.